13 febrero 2009

Catarsis

Me paseo por una juguetería hasta encontrar aquella muñeca con la que soñé durante años, esa que deseé tener hace dos o tres décadas atrás, la compro, y me la pido para regalo: adórnela con un gran moño de seda, en lo posible, un moño color rosa y con pequeñas brillantinas, por favor. Salgo, avanzo sobre nubes hasta al auto, me siento frente al volante mientras dejo con sumo cuidado el paquete en el asiento del copitolo, decido partir de inmediato a casa pero ella me mira de reojo, me sonríe, me llama, me pide a gritos, con esos sonidos típicos de los bebés, que la despoje de su envoltorio, que la acune en mis brazos, tomo la caja y me sonrió al instante, ansiosa, rasgo el envoltorio con desesperación. Acto seguido y con un sentimiento de angustia, de frustración ante ese trozo de goma forrado en telas de algodón, la aprieto, me dedico a destrozarla al punto de querer arrancarle la sangre, intento reducirla a sus ínfimas partículas, a simple chatarra, enciendo el auto y lloro, lloro de rabia, por todas las veces que añoré tenerla conmigo, acelero, aumento la velocidad mientras bajo la ventanilla y en un impulso repentino, y con especial énfasis, la lanzo a la carretera diciendo: ¡vete a la mismísima mierrrrda, al infinito y más allá, pedazo de puuutaaaa, púdrete!
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Ya estamos en paz.
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Bah, no digan nada, que me ahorré una fortuna en psicólogos, así que no me juzguen, ¿vale?

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