22 enero 2009

Culpable, culpable, culpable...

Estoy en una pequeña cafetería, desayunando junto al ventanal, en la calle, un grupo de hombres trabaja con palas, picotas y carretillas. Son obreros. Llevan días cavando en el pavimento. Los hombres remueven el asfalto; muelen a golpes el hormigón; transportan enormes y pesadas piedras. Llueve.Yo, embobada, continúo con el deleite que me provoca un grueso y rectangular trozo de esponja hecha a base de harina, huevos y chocolate. Hinco, con delicadeza, la punta del tenedor sobre tan delicioso manjar, la superficie cede a la presión con un leve crick, un delicado susurro, para luego, de entre sus capas, brote una generosa dosis de mermelada, que se prepara para derramarse sobre la crema, pero no lo hace, se queda allí, expectante, a la llegada del mágico bocado rebosante de la felicidad más pueril, del estupendo y conciliador placer que me permite creer en la alegría y en alguna de sus amigas.
De pronto, uno de los jornaleros levanta la vista, con asombro descubro que es una chica, ella me observa, pero sólo por un instante. En su ojos encuentro el odio en el estado más puro. Su mirada es la de un animal herido, irritado, que busca en dónde depositar toda su furia, toda su frustración.
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Ahora sé que yo, también, maté a Marilyn Monroe.

Si los perros hablaran...

Cuando aún vivía en Chile, a la vuelta de mi casa, había un perro que me odiaba. Cada vez que pasaba cerca de él, se desesperaba, se alborotaba de manera bestial y única, se desbordaba por un odio enloquecido. El animal, atado a un pilar, tensaba la cuerda al límite de la asfixia, sus ojos siempre a punto de escaparse de sus cuencas oculares y rodar por la vereda, sus ladridos sólo se aquietaban cuando la falta de oxígeno se lo ordenaba, sus colmillos prometían que mis pantorrillas jamás permanecerían a salvo sobre la faz de la tierra, su espumosa baba corroía, como un ácido, las baldosas del jardín.
Por mucho que lo ignorara, por mucho que me concentrara sólo en seguir mi camino sin mirarlo, y aún alejándome unos buenos metros, treinta o cuarenta, el perro continuaba, con desmesurado fervor, luchando por atacarme, por acabar con mi absurda existencia.
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−No sé qué le pasa contigo - me decía, el presumiblemente dueño del animal-. Jamás reacciona así, nunca, nisiquiera con los gatos.
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Analizo esas escenas, reflexiono, medito en las palabras del hombre, en el odio del animal. Concluyo en que esa bestia me conocía de algo, que sabía de mí, que sabía cosas...
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Realidad adocenada

Me asusta la excesiva pesadez de mi rutina. Cada día se posa sobre mi cabeza una nueva matraca que me esclaviza. Desde emitir un buenos días, reconocer el color de las flores, o simplemente, decirle, convencer a mi estómago que no tengo hambre. Me pregunto si todos los dólares que me he gastado en diversión, en ropa, en cursos estúpidos, han servido para quitarme de encima algunos dogmas de los que me ha sido imposible divorciarme, y la respuesta es no.
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No puedo más con esa incertidumbre, futura, de continuar sintiéndome sola, de transformar el sexo, en un simple acto de pone y saca, bamboleo, suspira y grita, finge, lame y muerde, al hecho sublime, íntimo, de hacer el amor. Pensé, en algún minuto, enrollarme con el alcohol, el tabaco o la marihuana, perderme en antros de alto caché, y así evitar que la vida me sepa tan cruda, tan insípida, tan plana. Pero una vez más la señora Corrección y su prima, la doña Moralina, me dieron un puntapié en pleno rostro.
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Caigo a propósito, una y otra vez, en las mismas erratas, y así poder burlarme de mí, de mi estupidez, de mi ignorancia, de mi falta de arte para manejar mi vida. Puedo anunciar que nunca he obtenido reconocimientos, y que mis fracasos, pueden vociferar extensos discursos, los más inagotables sermones de vergüenza.
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¿Que si me he arrepentido? Pues, sí, siempre. Porque todo el tiempo la memoria me azota, me tortura.