22 enero 2009

Si los perros hablaran...

Cuando aún vivía en Chile, a la vuelta de mi casa, había un perro que me odiaba. Cada vez que pasaba cerca de él, se desesperaba, se alborotaba de manera bestial y única, se desbordaba por un odio enloquecido. El animal, atado a un pilar, tensaba la cuerda al límite de la asfixia, sus ojos siempre a punto de escaparse de sus cuencas oculares y rodar por la vereda, sus ladridos sólo se aquietaban cuando la falta de oxígeno se lo ordenaba, sus colmillos prometían que mis pantorrillas jamás permanecerían a salvo sobre la faz de la tierra, su espumosa baba corroía, como un ácido, las baldosas del jardín.
Por mucho que lo ignorara, por mucho que me concentrara sólo en seguir mi camino sin mirarlo, y aún alejándome unos buenos metros, treinta o cuarenta, el perro continuaba, con desmesurado fervor, luchando por atacarme, por acabar con mi absurda existencia.
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−No sé qué le pasa contigo - me decía, el presumiblemente dueño del animal-. Jamás reacciona así, nunca, nisiquiera con los gatos.
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Analizo esas escenas, reflexiono, medito en las palabras del hombre, en el odio del animal. Concluyo en que esa bestia me conocía de algo, que sabía de mí, que sabía cosas...
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