22 enero 2009

Culpable, culpable, culpable...

Estoy en una pequeña cafetería, desayunando junto al ventanal, en la calle, un grupo de hombres trabaja con palas, picotas y carretillas. Son obreros. Llevan días cavando en el pavimento. Los hombres remueven el asfalto; muelen a golpes el hormigón; transportan enormes y pesadas piedras. Llueve.Yo, embobada, continúo con el deleite que me provoca un grueso y rectangular trozo de esponja hecha a base de harina, huevos y chocolate. Hinco, con delicadeza, la punta del tenedor sobre tan delicioso manjar, la superficie cede a la presión con un leve crick, un delicado susurro, para luego, de entre sus capas, brote una generosa dosis de mermelada, que se prepara para derramarse sobre la crema, pero no lo hace, se queda allí, expectante, a la llegada del mágico bocado rebosante de la felicidad más pueril, del estupendo y conciliador placer que me permite creer en la alegría y en alguna de sus amigas.
De pronto, uno de los jornaleros levanta la vista, con asombro descubro que es una chica, ella me observa, pero sólo por un instante. En su ojos encuentro el odio en el estado más puro. Su mirada es la de un animal herido, irritado, que busca en dónde depositar toda su furia, toda su frustración.
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Ahora sé que yo, también, maté a Marilyn Monroe.

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