22 enero 2009

Realidad adocenada

Me asusta la excesiva pesadez de mi rutina. Cada día se posa sobre mi cabeza una nueva matraca que me esclaviza. Desde emitir un buenos días, reconocer el color de las flores, o simplemente, decirle, convencer a mi estómago que no tengo hambre. Me pregunto si todos los dólares que me he gastado en diversión, en ropa, en cursos estúpidos, han servido para quitarme de encima algunos dogmas de los que me ha sido imposible divorciarme, y la respuesta es no.
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No puedo más con esa incertidumbre, futura, de continuar sintiéndome sola, de transformar el sexo, en un simple acto de pone y saca, bamboleo, suspira y grita, finge, lame y muerde, al hecho sublime, íntimo, de hacer el amor. Pensé, en algún minuto, enrollarme con el alcohol, el tabaco o la marihuana, perderme en antros de alto caché, y así evitar que la vida me sepa tan cruda, tan insípida, tan plana. Pero una vez más la señora Corrección y su prima, la doña Moralina, me dieron un puntapié en pleno rostro.
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Caigo a propósito, una y otra vez, en las mismas erratas, y así poder burlarme de mí, de mi estupidez, de mi ignorancia, de mi falta de arte para manejar mi vida. Puedo anunciar que nunca he obtenido reconocimientos, y que mis fracasos, pueden vociferar extensos discursos, los más inagotables sermones de vergüenza.
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¿Que si me he arrepentido? Pues, sí, siempre. Porque todo el tiempo la memoria me azota, me tortura.

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