04 marzo 2009

Misión imposible

Estaba yo, tranquilamente, echada en mi sillón favorito, perdida en mi lectura, sin pronunciar palabra alguna, junto a mi abuela quien descansaba en su cama justo frente a mí. El silencio era a ratos interrumpido por un auto, por una risa infantil, por un perro. Nada significativo. De pronto y sin razón aparente, mi abuela me pidió, a grito pelao, que me callara. -Pero si no he dicho nada... - respondí tímidamente, casi avergonzada, - ¡Que te calles! repitió muy molesta. Cerré mi libro para analizar la situación: ¿Qué es lo más acertado para hacer en este caso? Si le repetía que no había dicho nada hasta el momento en que ella me dijo que me calle, volvería a callarme y esta vez más enojada. Si cerraba la boca seguro volvía a callarme a pesar de no decir nada como lo hizo en un principio, pero también era posible que se olvidara y no me callara más. ¡Uf qué enredo! Al final decidí no hacerle caso, guardar silencio y seguir con la lectura. -¿Qué no entiendes? ¡Calla ya! - gruñó mi abuela.

¡Ay! a estas alturas las posibilidades más viables eran:

1.- Sencillamente... callarme.

2.- Decirle de la manera más amorosa posible que yo no había dicho ni pío, que no era necesario callarme, que se tranquilizara. Incluso podría acercarme con ternura y abrazarla para ayudarla a calmarse.

3.-Decirle que no pensaba callarme y que por nada dejaría de hacerlo.

4.- Llorar.

Luego de meditarlo un buen rato opté por hacer lo que cualquier persona en su sano juicio haría, lo más coherente, lo más lógico: huí despavoridamente. De puntitas y procurando hacer el menor ruido posible desaparecí de la zona de peligro, corrí escalera abajo, a toda velocidad, para perderme en la terraza. Me senté al borde de una jardinera, inspiré profundamente para recuperar el aliento y tracé una sonrisa: ¡al fin... paz! Me acomodaba para continuar con mi lectura cuando noté, atónita y decepcionada de mí... ¡que había dejado el libro en el dormitorio de mi abuela! El corazón se me agitó, titubeé, pensaba abandonarlo allí y optar por la televisión o por echarme una siesta, ¡pero no! ¡mil veces no! ¡yo quería mi libro e iba a conseguirlo a cualquier precio! Con todo el valor humanamente posible gateé escalera arriba intentando hacer caso omiso a las temblorinas que habíanse, ¿habíanse?, apoderado de todo mi cuerpo. Gotas de agobio corrían por mi frente y mis manos, mi ojo izquierdo decidió saltar una y otra vez en contra de mi voluntad, mis vías urinarias amenazaban con soltarse, sentía el peso del mundo sobre mis hombros... Finalmente al llegar al cuarto de mi abuela, y por puro descuido, abrí la puerta toscamente provocando un chillido bestial, mi abuela gruñó que no abriera la puerta tan horrible. A estas alturas ya no tenía control alguno sobre mis nervios, por lo que al cerrar la puerta le mandé un azotón sin siquiera proponérmelo, mi abuela bramó aún más. Di un par de pasos torpemente pues al tercero tiré un paso que se encontraba en su mesita de noche, ¡deja de tirar cosas, mocosa, y calla de una buena vez! -gritó mi abuela- Al fin tenía mi libro, pero cuando me disponía a partir, y por mi estupidez elevada al infinito, pateé la bacinilla derramando parte de su contenido sobre mis pies. Fue tanta mi desesperación, mi coraje, que no pude contenerme a un: ¡Ya bastaaaaaaaaaaaaa! Pero mi abuela ni se inmutó, siendo que ese era el momento idóneo para que me callara y echara de allí a punta'echucha's, pero no lo hizo. Me acerqué a ella sigilosamente: dormía. Volví a acomodarme en el reposet, tomé mi libro y retomé la lectura. Claus y Lucas de Agota Kristof, un gran libro, dicho sea de paso.
Una veintena de minutos más tarde, y mientras me perdía en un viejo sanatorio de un pueblucho alemán, el silencio de la habitación fue interrumpido por algo que me sonó bastante familiar...
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-¡Que te calles!
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Esta vez sonreí y continué con mi lectura.

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