25 marzo 2009

El Zorro

Roxana decide acompañarme a dejar a mi hijo al colegio en donde se ha organizado una gran fiesta de disfraces. Después de dejarlo dispondremos de unas cuatro, quizá cinco, horas para ponernos al día en las copuchas. Llegamos al colegio con Cristián prendido de mi mano, en ese entonces tiene 5 o 6 años, no recuerdo bien. Va disfrazado de mosquetero. Lleva puesto un sombrero de gran ala decorada con una enorme pluma, una repolluda camisa blanca con cuello de encajes, pantalones oscuros que sujeta con una gruesa correa desde donde cuelga una espada de plástico plateada, y una cruz blanca que le cubre todo el pecho, está muy feliz como sólo un niño puede estarlo. Se siente orgulloso de su disfraz. Se despide rápidamente de mí, está ansioso por perderse con sus amigos en un mundo mágico lleno de duendes, princesas, conejos, y algún cocodrilo desteñido de apenas medio metro de altura.
-
Mientras se aleja miro a mi alrededor. Algunos padres vigilan a sus hijos quienes se empujan, corren y gritan hasta ver como los disfraces van desprendiendo trozos de colores. Hace mucho calor. Escarbo en el baúl de mis recuerdos para encontrar alguna fiesta de disfraces en mi infancia, pero no la hallo, mi memoria es tan débil que decido concentrarme en el hoy: ir a comer con Roxana, vitrinear, copuchar... De pronto veo a un niño. Intenta participar de los gritos de alegría de sus compañeros, ser uno más entre tanto personaje de cuento, pero extrañas y misteriosas fuerzas lo van aislando, repeliendo. Todo el mundo lo ignora, es un estorbo que debe ser sorteado. El niño sobrepasa, físicamente, a todos sus compañeros, tanto en su altura como en su gordura masiva. De esa gordura que cae en, sucesivas, cascadas de piel por su pequeño cuerpo, dedos cortos, un par de melones en lugar de rodillas, hombros muy angostos para el tamaño de su cráneo, y orejas de un rojo alucinante. Usa pantaloncitos cortos, y un sombrero negraceo hecho de cartón, sombrero, que por cierto, es muy chiquito para su cabeza por lo que decide dejarlo caer hacia atrás, sobre su espalda, lo sostiene con una pita que se pierde entre un recoveco de su mantecoso cuello. Está, como decía, en shorcitos y polera, todo de un descolorido negro, por encima de la cual le han puesto, a modo de capa, una bolsa de basura atada al cuello. Sobre la bolsa alguien, un compasivo psicópata, un tierno criminal, intentó con tres pedazos de huincha adhesiva fabricar una desajustada "Z", la que pretende despegarse, pero no lo hace, cuelga agónica. Su mano izquierda aprieta en un puño, como si su vida dependiera de ello, una empuñadura de plástico rojo la que termina en el vacío pues la espada que alguna vez cobijó se ha perdido en algún lugar.
-
Las contadas personas que se dirigen a él, un viejito con sonrisa calavérica, algún diabólico crío, lo hacen repitiendo una sola palabra: "gordo". Y allí está el gordo, con su espada invisible y su capa pretendiendo flotar por unos segundos más cada vez que se mueve, sus cachetotes rosados, y sus ojitos cristalinos que se congelan en una mirada que da miedo, aislado de por vida de todas las fiestas de este mundo sin que nadie se entere de que lo que está pasando en más triste que las mismas guerras, más cruel que cualquier huracán azotando las costas del golfo mexicano. -¿Cual es tu nombre?- Ma... Ma... Manuel- repite apretando los dientes-. Manuel. Y decido quedarme allí, en medio del patio acompañando a Manolito que se deja abrazar lanzando un suspiro que durará para toda la vida, apretándolo muy... muy fuerte, hasta que él o yo necesitemos respirar una vez más.
.

No hay comentarios: